Nunca me ha gustado cumplir años. Bueno, supongo que cuando era pequeña no me importaba, es más, puede que hasta los disfrutara, pero claro, era jóven e inexperta, no sabía lo que se me venía encima. La cosa cambió cuando me volví adolescente (¿la gente se vuelve adolescente? bueno, lo que sea), y mi carácter dulce y tranquilo (no os riais, he dicho que soy dulce, ¡cojones!) desaparecía en los días previos al Día G (de Grainne, se entiende, no empeceis ya a pensar mal), y mi familia temblaba. Porque, a ver, ¿es realmente necesario ser el centro de atención cuando eres un adolescente que no sabe muy bien de que va esto de la vida y aguantar que todos te pregunten 'qué vas a hacer ese día', o 'qué se siente al ser un año más vieja'? Pues se siente una de puta madre, hombre, ¿no ves mi cara de felicidad?
Ahh, que tiempos aquellos. Ahora ya no miro mal a la gente, sólo me deprimo porque, cuando la gente te pregunta 'qué se siente siendo más vieja' te das cuenta, de que, realmente, eres más vieja. O sea, cada vez eres menos jóven. Los niños te llaman señora, tienes líos con el banco, tus amigos de toda la vida se empiezan a casar, los treinta, que parecían taaaan lejanos, se acercan peligrosamente, y, sí, todavía no tienes un trabajo decente, y, eh, no te vas a poder comprar un piso en la vida, ¡enhorabuena!.
Por si os lo estabais preguntando, esta entrada es sólo y exclusivamente para que vosotros también os deprimais y me hagais un poquito de compañía. Gracias.
jueves, enero 26, 2006
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